Por supuesto. El cambio de hora que llevamos a cabo en nuestro país adelanta o retrasa -según el momento del año en el que se produzca- la hora y por tanto percibimos que se alarga o acorta el día porque hay más o menos horas de luz solar. Y esa percepción afecta a nuestro organismo. De un día para otro pasamos de contar con una hora más de luz solar a una menos y, sin embargo, seguimos con el mismo ritmo de actividad cuando nuestro cuerpo está acostumbrado a “entender” que hay que parar con la ausencia de luz solar.
Es cierto que el cambio de hora no afecta a todas las personas por igual. Influyen factores como la edad (los niños y ancianos se adaptan peor) o el ritmo de vida. De hecho, es frecuente que hasta que los organismos se acostumbran al cambio de hora, puedan aparecer a corto plazo somnolencia durante el día, algo de desorientación, disminución de las capacidades cognitivas durante el día y un sueño no reparador o insomnio en la noche. Generalmente, es más difícil adaptarse al cambio de hora de primavera, en el que adelantamos el reloj, que al del otoño, cuando lo atrasamos.
La explicación científica para estos hechos está de nuevo en el hipotálamo. Las señales que registra viajan a otras regiones del cerebro que responden a la luz y entonces la glándula pineal o epífisis produce o suspende la producción de melatonina, la hormona que provoca sensación de somnolencia. Cuando oscurece, los niveles de melatonina aumentan y hace que nos sintamos con sueño.
Y además de cambios en el sueño, el cambio de hora influye en el ritmo circadiano y se modifica la secreción hormonal del cuerpo, los hábitos alimentarios, la digestión y la temperatura corporal. Todo eso hace que nos sintamos más o menos cansados durante unos días tras adelantar o retrasar el reloj. Es una sensación similar a la que se produce tras un largo viaje (el conocido como jet lag).